«Se entiende por inteligencia emocional la habilidad para percibir, valorar y expresar las emociones adecuadamente y adaptativamente; la habilidad para comprender las emociones; el uso de los recursos emocionales; y la habilidad para regular las emociones en uno mismo y en los demás». (Mayer y Salovey, 1997).
En cierto modo, suena a reto, ¿verdad? Pues podemos aprender a educar y gestionar (que no es lo mismo que «controlar») nuestras emociones. Nuestro cuerpo emocional puede a veces volverse un monstruo que percibimos como incontrolable y por el que nos dejamos arrastrar. Es bien sabido que nuestros pensamientos y, por ende, las actitudes y conductas resultantes están coloreadas por nuestros estados de ánimo. Percibimos el tono hedónico (deseable o indeseable, bueno o malo, etc.) de los estímulos externos que nos llegan a través de un cristal coloreado del mismo tinte que nuestras emociones. Cuando estamos tristes, todo nos parece más gris y nos mostramos mucho más pesimistas; cuando estamos alegres, consideramos oportunidades y perspectivas que con otro estado de ánimo probablemente se nos hubiesen escapado. Nuestras emociones y afectos influyen en nuestra forma de razonar, de ver y percibir la vida y todo aquello que nos rodea. Por eso es tan importante que aprendamos a que estas colaboren con nosotros en lugar de dejarlas dirigir nuestro rumbo.
¿Os habéis planteado por qué personas que aparentemente lo tienen todo se sienten tremendamente frustradas e infelices constantemente y en cambio otras que al parecer no tienen nada son capaces de sonreir sin parar? Hace unos días vi en un canal de TV un programa sobre voluntariado. Me impresionó mucho en concreto ver a un pequeño en La India, que vivía en una auténtica chabola y recogía botellas de plástico de entre la montaña de basura que había junto a su hogar para poder venderlas después. No tendría más de 8 o 9 años. No paraba de sonreir y de saltar.
Las personas que tienen como base un estilo pesimista, suelen ser mucho menos flexibles en sus pensamientos que las personas positivas y, sin modificar ese filtro a través del cual lo ven todo, no encontrarán muchas oportunidades de cambio y desarrollo.
Dijo el Dr. Daniel Goleman (autor del libro «La Inteligencia Emocional»): «Las personas con habilidades emocionales bien desarrolladas tienen más probabilidades de sentirse satisfechas y ser eficaces en su vida, y de dominar los hábitos mentales que favorezcan su propia productividad; las personas que no pueden poner cierto orden en su vida emocional libran batallas interiores que sabotean su capacidad de concentrarse […] y pensar con claridad».
Es importante también saber que las emociones «se contagian». Influimos y contagiamos con nuestras emociones a todos y a todo lo que nos rodea, por lo que los beneficios de aprender a gestionar nuestras emociones no son únicamente propios, sino que tienen un alcance mucho mayor. Estaríamos contribuyendo a construir un mundo mucho mejor.
Merece la pena intentarlo, ¿no? El primer paso es, obviamente, aprender a identificar nuestras emociones (Autoconciencia). Se trata de la base de la Inteligencia Emocional. Muchas veces ni siquiera podemos ponerle un nombre a lo que estamos sintiendo «¿es esto que siento ira, ansiedad, miedo?». Cuando uno aprende a identificar sus emociones y a observarlas sin juzgar empieza a ser consciente de sus pautas y de cómo estas le afectan en su vida diaria. Una gran ayuda para poder identificarlas es, sin duda, cómo las sentimos en el cuerpo. Nuestro cuerpo siempre nos ofrece unos patrones de cambio en respuesta a la emoción que estamos sintiendo; es su forma de expresarlo. Si estamos atentos a él también obtendremos información muy útil. Al cuerpo, tampoco solemos prestarle mucha atención a no ser que el aviso sea muy fuerte. Dediquémonos un tiempo a autoconocernos porque éste será el principio de todo un camino de evolución y desarrollo. Demos al menos estos pequeños pasos para empezar.
Raquel García García.