Mi reflexión de hoy va sobre la relación de ayuda. Y muchos se preguntarán a qué me refiero exactamente con esto.
Pues bien, “la relación de ayuda es una expresión particular del compromiso que cada individuo tiene de socorrer al prójimo que está luchando con las dificultades de la vida. Es una práctica común que se realiza en los más diferentes contextos: en la familia, en los grupos de amigos, en el ámbito del trabajo y del tiempo libre..” (http://escuela.med.puc.cl/publ/arsmedica/ArsMedica12/Elementos.html)
Cuando hablo de la relación de ayuda, pues, no me refiero sólo a las profesiones en las que esto tiene lugar como la de terapeuta, sino que lo hago extensible a todos aquellos ámbitos en los que nos relacionamos con otros, e incluso, con nosotros mismos. Nunca he entendido el apoyo emocional como una intención de salvar al otro ni de solucionarle sus problemas. De hecho, en la mayoría de ocasiones, cuando un amigo o familiar solicita nuestro apoyo compartiendo con nosotros su malestar no pretende que le solucionemos el asunto o que le digamos lo que tiene que hacer, sino simplemente solicita un corazón al que expresar su dolor porque la carga, compartida, suele ser menos carga. Y aunque lo solicitase, si tratásemos de ofrecerle esto, no estaríamos más que mermando su propia responsabilidad sobre sí mismo y lanzando mensajes indirectos a su inconsciente sobre su falta de capacidades para desenvolverse en esta vida. Obviamente, si se trata de un problema meramente pragmático, que está en nuestras manos solventar, sí que intentaremos ofrecerle esa posibilidad para que él o ella decida si es óptimo para su caso, pero cuando hablamos de conflictos emocionales o de asuntos que no tienen una posible solución inmediata no es ese el camino y la simple escucha en silencio o un diálogo amoroso, sin juzgar y con el corazón abierto puede ser altamente beneficioso y sanador para ese corazón que sufre.
Tampoco empatizar con el otro y ser compasivo pasa por tratarle como si fuese un niño, tenerle lástima o, algo que es muy habitual, restarle importancia a lo que le ocurre. No, el que sufre no busca tu condescendencia, sino tu apoyo y solidaridad y dirigirte de alguna de las formas anteriormente descritas, sólo desembocará en un malestar superior y un mayor deterioro de su autoestima, por mucho que en tu intención esté sólo ayudarle, porque esa persona, aun con su conflicto (que no olvidemos que todos los tenemos en mayor o menor medida), es una persona adulta y responsable, con capacidad de resiliencia y de transitar su propio sendero. El problema o dolor no menguará porque tú trates de quitarle importancia fruto de querer hacer más liviana su carga o incluso de considerar que para ti eso no es tan relevante o trascendental. Lo importante, en este caso, es lo que signifique para ese corazón y no para el tuyo.
Muchas personas se agobian ante el dolor ajeno porque se sienten inútiles cuando no pueden ofrecer una solución, pero no debemos olvidar que no es lo mismo compartir recursos que tratar de dirigir la vida del otro; no es lo mismo ofrecer la caña que el pescado y, en última instancia, no hay nada más sanador que un corazón vibrante dispuesto a escuchar y acompañar.
Y esto me lleva a lo que yo entiendo por acompañamiento terapéutico. Siento que un terapeuta cumple su misión cuando acompaña a la persona en su propio autodescubrimiento; cuando le guía en la tarea de encontrar sus propios recursos, sus propias respuestas y le ofrece herramientas que podrá poco a poco utilizar por sí mismo, para llegar a navegar por las aguas de la vida. El objetivo de una terapia no ha de ser hacer a la persona dependiente de la misma, sino precisamente lo contrario, enseñarle a descubrir sus propias capacidades y, en definitiva, a reconectarse con su propia luz.
Raquel García García