En la sociedad actual tenemos la costumbre de poner etiquetas a todo y a todos. Etiquetamos a los demás por sus ideas políticas y religiosas, su forma de vestir, si padecen algún malestar o trastorno y un largo etc. y permitimos que los demás nos etiqueten a nosotros cuando ese etiquetaje no procede de nosotros mismos. Llegamos incluso a identificarnos con nuestras etiquetas. Esta “clasificación” de las personas no es más que una forma de control procedente, cómo no, de nuestro miedo porque “¿quiénes seríamos sin nuestras etiquetas?”, “¿cómo nos reconoceríamos y reconoceríamos a los demás sin ellas?” Pues amigos, seríamos personas mucho más libres ya que, lo que ahora mismo ocurre, es que nos sentimos condicionados por éstas y pensamos que hemos de actuar conforme a ellas. Como muestra, un botón: si se supone que soy una persona tímida y todos e incluso yo misma me identifico con esa imagen, ¿cómo voy a ponerme a charlar desenfadadamente con todos en una fiesta? Eso sería romper el molde y entonces, si dejo de ser una persona tímida, ¿quién soy yo?, ¿cómo soy yo?.
Nos da pánico no tener rasgos definitorios de personalidad con los que reconocernos; nos da un miedo atroz perder nuestra identidad provenga esta de donde provenga, porque eso significaría tener que enfrentarnos a una tarea de redescubrimiento y autoconocimiento. Necesitamos ser alguien, tener una identidad en la que reconocernos (sea ésta positiva o negativa para nosotros mismos) y con la que los otros puedan identificarnos también. Por eso nos empeñamos en escudarnos y escudar a los demás detrás de diversos tipos y subtipos. De lo que no nos damos cuenta es de que llegamos a ser esclavos de esas etiquetas hasta el punto de dejar de actuar conforme a nos dicta nuestra alma en cada momento, en favor de cómo se supone que lo haría el tipo de persona con la que nos identificamos. Dejamos de ser nosotros mismos para convertirnos en un subproducto autómata fruto del etiquetaje, del control y del miedo.
Cada día me encuentro con personas que deciden no relacionarse o tener una mala relación con otras por no pertenecer a su misma ideología política o religiosa; incluso esperan que esas otras personas actúen de una determinada manera porque así lo exige su ideología y suponen que así lo harán porque así deben hacerlo y si, por casualidad se les ocurre hacerlo de otra manera, no se lo permiten o consienten, es más, llegan a considerarlo un traidor.
Se nos pasa por alto que la tolerancia y el respeto por todo y todos, pertenezcan a la ideología, género, raza o cultura a la que pertenezcan, son clave; que escuchar, enriquecerse e incluso nutrirse con las ideas de otras personas y compartir las propias no es nada malo, sino que nos sirve para descubrir nuevos puntos de vista y expandir nuestra apertura. Se nos escapa que la vida no es estática ni nosotros tampoco; que somos seres en continuo desarrollo; que a lo largo de nuestro camino de aprendizaje cambiaremos de parecer y de hacer en múltiples ocasiones porque esto forma parte de nuestro camino y que, es precisamente desde el cambio, desde donde se obtienen las más valiosas enseñanzas y que éstas últimas son, a su vez, esenciales para nuestro desarrollo hacia una mayor consciencia.
Pero lo más importante de todo es que se nos olvida que ante todo, somos seres humanos y que, por encima de nuestras diferencias, todos provenimos del mismo lugar y somos uno con el universo que nos ha creado. Todos somos seres divinos y TODOS SOMOS UNO. Rompamos moldes, vayamos más allá, escuchémonos y empaticemos con los demás. Dejemos de clasificar, de competir y de querer controlarlo todo. Actuemos desde el amor y no desde el miedo. Avancemos hacia una nueva y mayor consciencia.
Raquel García García.